sábado, 11 de mayo de 2013

Javier García Sánchez: "Sé que ya no puedo aspirar al éxito. Por tanto, sólo me resta luchar por la inmortalidad"

Javier García Sánchez (Barcelona, 1955), es uno de los escasos autores literarios que aún campean en la narrativa española, un superviviente de mejores épocas. Sólido autor de una veintena de títulos (Mutantes de invierno, Teoría de la eternidad, La dama del viento sur, Última carta de amor de Carolina von Günderrode a Bettina Brentano, El mecanógrafo, La hija del emperador, El amor secreto de Luca Signorelli, Recuerda, Crítica de la razón impura, La historia más triste, Continúa el misterio de los ojos verdes, Oscar. La aventura de correr, Los otros, La mujer de ninguna parte, Falta alma, Dios se ha ido, El alpe d'Huez, Ella Drácula, K2, Júrame que no fue un sueño) siempre heterogéneos, arriesgados e intensos, nos presenta ahora este fabuloso Robespierre como culmen de su obra.


Entrevista de Ángeles Prieto Barba

¿Cuándo y por qué surgió tu interés en las figuras de Robespierre y Saint-Just?, ¿qué vislumbraste en ellos para dedicarles luego tanto tiempo y esfuerzo?
—Hace más de treinta años pude comprobar, atónito, cómo ciertos hechos, y sobre todo ciertos datos, referidos a la práctica de lo que se llamó la Grande Terreur, no coincidían en absoluto. A partir de ahí, de biografía en biografía —aunque todas convencionales, se entiende— empecé a pensar: “Pues si Robespierre no pudo haber hecho esto o lo otro, ¿por qué entonces le culpan absolutamente de todo?”. Hasta que aparecieron en el horizonte los trabajos de Albert Mathiez. Aquello certificaba la magnitud de una conspiración mayúscula, cuyos nefastos efectos en la Democracia perduran en la actualidad. La Revolución Francesa empezó como un sueño casi colectivo y acabó en apenas un año, verano de 1794, envuelta en una gran mentira y en un formidable baño de sangre. Eso es lo que intento denunciar: la mecánica del Terror.
De otro lado, ya en 1985 el desaparecido Rafael Conte me convenció de que uno de los grandes personajes de la Historia Contemporánea era Saint-Just, y entonces me precipité en Saint-Just, alter ego del Incorruptible. De hecho, Rafael me llamó siempre Saint-Just, lo cual me llena de orgullo. Que él no estuviese aquí cuando nació la novela es uno de los dolores que, en relación a Robespierre, me acompañará constantemente. Y sin duda Saint-Just es, junto a John Lennon, el personaje de mi vida.

Me llamó mucho la atención en el libro la manera de abordar la muerte, en especial que reserves para Saint-Just y para Sebastien un final deslumbrante y luminoso. ¿A qué es debido?
—Porque también Saint-Just es la “niña de los ojos” de Sebastien, que a su particular y testimonial manera narra la historia. Tienes razón, la muerte de un Sebastien ya ancianísimo —más aún, el momento preciso de su muerte— debía estar a tono con el resto de la narración. Pretendí que ese tránsito a la eternidad fuese la última y gran batalla con las palabras, pues en el fondo y en la superficie de eso va la obra: de la guerra a muerte entre las palabras, que siempre definen conceptos distintos. Lo que me resulta curioso es que pese a haber descrito mi propio destino como novelista en la parte final de la novela, ni siquiera nadie de entre mis allegados se haya dado cuenta de ello. Tal vez ya lo harán cuando toque, aunque yo no estaré aquí para verlo. Mejor así. Debo reconocer que he perdido por completo la paciencia. Expuesto de otra forma: me hallo exactamente en el mismo punto que Saint-Just en aquel aciago verano de 1794. Sé que ya no puedo aspirar al éxito. Por tanto, sólo me resta luchar por la inmortalidad. Si suena petulante, lo siento, pero así lo habría expresado mi amado Saint-Just.
Tus libros, aunque de distinta extensión, son siempre intensos (El mecanógrafo, La dama del viento sur, El Alpe d'Huez, K2, por citar algunos). ¿Qué argumentos le darías al lector de Robespierre para que se anime a conocerlo?
—A los que de un modo u otro les parezco esencialmente “pesadito”, que ni toque Robespierre. Para ellos ese libro muerde, y creo saber lo que digo. A los otros, a los lectores fieles o incluso a quienes sientan curiosidad por el personaje o la época, les aseguro que esta es la madre de todas mis novelas, y no me refiero exclusivamente a la extensión. Hay que atravesar un proceso febril para comprender aquella fiebre negra que fue el Terror. Y cuando digo proceso febril me refiero también a la lectura. No sé, es como si propusiese una especie de viaje a la Antártida, en el tiempo, en los sentidos. Quiero, necesito pensar que quienes culminen la travesía a través del hielo hallarán ínsulas insospechadas. Además de que, me consta, ya nunca se llevarán a engaño respecto a lo que en verdad sucedió en la Revolución.
Me ha sorprendido la espléndida edición, sin erratas. Esto no es habitual, sino excepcional. Habida cuenta de que en el propio libro nos confiesas que escribes a mano, ¿a quién o a quiénes debemos todo el trabajo de orden y transcripción?
—Siempre redacto dactilográficamente, con pluma o con rotulador. Gloria, mi madre, es quien pasa “a limpio” todas mis obras desde 1979. Ella, con sus más de 80 años, se trabajó las cinco versiones de Robespierre en ordenador. En cierta forma Robespierre es su obra. No me caracterizo por mi portentosa capacidad de síntesis, sabido es, pero aseguro que nunca podré superar en concisión y sentido las diecisiete palabras que forman la dedicatoria de la novela, a ella dirigida.
¿Qué escribes ahora?
—Corrijo La casa de mi padre, novela en la que por fin me atrevo a hablar de mi anhelado Norte. Está ubicada en el medio rural y repleta de humor, de ternura, lo que podría parecer extraño después de Robespierre. Necesitaba cambiar de registro y reirme yo solito corrigiendo por enésima vez La casa de mi padre. Quiero decir, riéndome hasta las lágrimas. Por alguna razón ninguna de mis otras obras en las que había humor (La historia más triste, La vida fósil, Falta alma y Dios se ha ido) hicieron reir a la peña. Y es que la gente para esto de la risa es muy, pero que muy rarita. De modo que supongo que después de La casa de mi padre se me quitarán de nuevo durante algún tiempo las ganas de hacer reir. Pero volveré a intentarlo si la salud no falla antes, porque todo me parece visceralmente absurdo y eso, en literatura, es un filón. Lo que sí puedo asegurarte es que probablemente Robespierre sea la obra más importante de mi existencia, pero La casa de mi padre, lo sé, es la novela de mi vida.

1 comentario:

racional dijo...

Gracias por el blog, por sus reseñas y por sus entrevistas. Esta novela, enorme novela, sobre el revolucionario francés está en Círculo de Lectores desde hace meses pero no me decidía. Ahora sí.