sábado, 20 de abril de 2013

Victoria Álvarez: "Los libros son la máquina del tiempo más poderosa que existe"

Entrevista de Care Santos

Con Hojas de dedalera, su primera novela, Victoria Álvarez sorprendió a un buen puñado de lectores, y no sólo aficionados al género fantástico. Ahora lo hace de nuevo con la segunda, Las eternas, una historia de mujeres artificiales, ambientada en Venecia, en que la búsqueda del amor perfecto mueve a los personajes a aventuras sin fin. En esta entrevista, exclusiva para La tormenta en un vaso, su autora nos desvela los secretos de esta nueva y esperada entrega.

Las eternas nos evoca de inmediato el mundo de Hoffman y sus mujeres artificiales. ¿Forma parte este autor de sus referencias literarias o es mera casualidad?
—La verdad es que fue una casualidad. Cuando estaba acabando de escribir la novela una de las amigas a las que les conté a grandes rasgos en qué consistía la trama me recomendó que leyera El hombre de arena porque creía que me resultaría interesante, y efectivamente me llamó mucho la atención, sobre todo por ciertas similitudes que existen entre Olimpia, la protagonista de Hoffmann, y la que yo había creado para Las eternas. De hecho, después de haber leído aquel relato decidí incluir un pequeño homenaje al comienzo del capítulo VII mencionándolo como uno de los numerosos libros que Silvana Montalbano tiene acumulados en su habitación. Dado que nuestros gustos literarios se parecen mucho estoy segura de que le habría fascinado tanto como a mí.
 
¿Por qué Venecia y por qué el año 1908?
—Quería ambientar una novela en Venecia casi desde que comencé a escribir con nueve años. Cuando era muy pequeña mis padres me llevaron de viaje por Italia y me enamoré por completo de esta ciudad. He vuelto en numerosas ocasiones y siempre acabo sucumbiendo de la misma manera a su retorcida belleza, a la romántica decadencia de sus palacios, a los misterios que se esconden debajo de cada uno de sus puentes. Supe que tenía que escogerla como escenario para Las eternas desde el momento en que me puse a trabajar en esta trama. Además tuve la suerte de poder visitarla de nuevo durante el proceso de escritura con dos amigas que me acompañaron mientras recorría sus canales para tratar de dar con las localizaciones que necesitaba de cara a la configuración de la historia. Fueron unos días increíbles de los que nunca me olvidaré. En cuanto a la fecha, me entusiasman las historias de época y siempre que puedo tiendo a remontarme al siglo XIX o a comienzos del XX. Soy una romántica empedernida a la que le encantaría haber nacido en esa época, ¡así que no me queda más remedio que soñar con cómo debió de ser todo aquello a través de la literatura!
 
¿Qué tiene de victoriana esta novela?
—Diría que la atmósfera, dado que la fecha de 1908 resulta un poco posterior y la ambientación en Italia tampoco se corresponde con la Inglaterra de la reina Victoria. La literatura victoriana siempre ha sido mi preferida, y he leído tantas novelas del siglo XIX escritas por autores ingleses que supongo que es inevitable que lo que yo misma hago se acabe pareciendo en cuanto a su concepción a las novelas de época que admiro. Sería una especie de literatura neo-victoriana que trata de rendir homenaje a los clásicos ingleses de siempre, en especial al Frankenstein de Mary Shelley al que se alude en tantas ocasiones en Las eternas.
 
¿Por qué es juvenil Las eternas (si es que lo es)?
—No estoy muy segura. La verdad es que nunca la planeé de manera consciente como una novela destinada a un público juvenil, y de hecho creo que toca ciertos temas que serían más propios de la literatura adulta por lo escabrosos que pueden llegar a ser. Supongo que el carácter fantástico de una trama que gira en torno a unas muñecas mecánicas demasiado parecidas a los seres humanos ha hecho que mucha gente piense que se trata de una historia para adolescentes. Lo curioso es que los lectores que me escriben para contarme lo que les ha parecido la novela tienen edades de lo más variadas. Les ha gustado tanto a chicos de diecisiete años como a adultos de cincuenta, lo que no deja de ser una alegría para mí. Creo que quiere decir que se trata de una historia atemporal que podría gustar a cualquier edad.
 
Creo que tiene usted alguna que otra anécdota que contar con respecto a esa clasificación, “juvenil”. ¿Le apetece compartirla?
—Efectivamente, se trata de un tema al que he dado muchas vueltas en los últimos años. Cuando comencé a enviar a los diecinueve mis novelas a las editoriales siempre solía recibir negativas, principalmente porque cuando las mandaba a una editorial juvenil me decían que los temas tratados resultaban más propios de un sector adulto, y cuando hacía lo mismo con una editorial especializada en literatura para adultos, me decían que su carácter fantástico las hacía parecer juveniles. La verdad es que esto me dio muchos quebraderos de cabeza porque llegué a pensar que me encontraba en una tierra de nadie, que lo que hacía nunca podría gustar a nadie. Ahora, en cambio, el mundo editorial está presenciando el auge de lo que se suele denominar “crossover”, una especie de encrucijada literaria donde entrarían los títulos que atraen la atención tanto de lectores jóvenes como de adultos. Me parece estupendo que esto suceda ya que personalmente nunca me ha parecido necesario que existan unos límites tan estrictos en cuanto a los potenciales lectores de una novela. ¿Cómo vamos a saber nosotros con absoluta certeza las edades para las cuales resultan más adecuadas nuestras historias? ¿No debería ser en el fondo una elección personal del propio lector?
 
En su novela, el amor salva a los protagonistas, les redime. ¿Eso sólo pasa en la ficción?
—En absoluto. La persecución del amor verdadero es una historia tan vieja como el mundo, una que merece seguir siendo contada de todas las maneras posibles precisamente porque siempre ha estado con nosotros. El problema es que cada vez nos encontramos más inmersos en una sociedad basada en el “ahora”, en la inmediatez, en querer conseguir las cosas del modo más rápido, y en deshacernos de lo que ha dejado de llamar nuestra atención sin acordarnos de que las personas no son objetos que se puedan usar y tirar. Los problemas amorosos que se plantean mis protagonistas no son totalmente distintos de los que podemos experimentar en la actualidad, aunque a las preocupaciones habituales se suele sumar el hecho de que literariamente hablando siento debilidad por los amores imposibles... y no les suelo poner las cosas demasiado fáciles. ¡Pero es que sin una dosis de drama no habría historia!
 
Está claro que siente usted predilección por la novela fantástica. ¿Sabría decirnos por qué?
—Básicamente porque siempre, desde que era pequeña, he concebido la literatura como una especie de escapismo. Leyendo podía viajar a lugares mágicos que no existían en la realidad y transportarme a épocas pasadas que de otra manera no habría conocido nunca. Lo mismo me sucede cuando me siento a escribir casi veinte años más tarde. Los libros siguen siendo a mi juicio la máquina del tiempo más poderosa, imperecedera e infalible que existe. No necesita combustible de ningún tipo ni se le tienen que hacer reparaciones por muchos años que arrastren a sus espaldas. Ahí es donde creo que reside la auténtica magia de esta profesión.
 
¿Qué será lo siguiente?
—Por ahora no puedo contar mucho, simplemente que estoy acabando una nueva novela y que si todo sale como espero acabará viendo la luz como las anteriores... ¡cruzo los dedos para que sea así! ¡Y para que emocione a los lectores tanto como Las eternas y Hojas de dedalera!

sábado, 6 de abril de 2013

Jesús Carrasco: "Me siento como el amigo que no puede beber porque tiene que conducir"

Entrevista de Care Santos

Una sorprendente ópera prima ha agotado esta temporada los elogios de críticos y editores: Intemperie, de Jesús Carrasco, publicada por Seix Barral. Su autor, de poco más de cuarenta años, extremeño —de Badajoz— y afincado en Sevilla, ha escrito una fábula de la desolación en que un niño es el protagonista. A través de un lenguaje certero, tan despoblado de elementos superfluos como el propio paisaje que describe, Carrasco traza la metáfora de un mundo que está mucho más cerca de lo que imaginamos. En esta entrevista, exclusiva para La tormenta en un vaso, el autor no habla de su personal ritmo de escritura, comparte su visión del mundo literario, explica cuál es su relación con ciertos géneros literarios y deja en el aire algunas incertidumbres inesperadas.

¿Qué se siente cuando le emparentan a uno literariamente con Delibes, Llamazares o McCarthy?
—Al principio, desconcierto. En este momento, no es tanto un sentimiento, como un entendimiento. A medida que voy conociendo el funcionamiento del mundo editorial, voy comprendiendo sus códigos. Ahora sé lo difícil que es dar a conocer "a pelo" a un autor inédito. Para hacerlo, lo más eficaz es colocar el nombre del nuevo junto al de autores consagrados, no tanto para comparar sus calidades, como para acotar el territorio literario en el que habita el desconocido.

Tardó 20 años antes de decidirse a dar algo a un editor para su publicación. ¿Es lo suyo un elogio de la lentitud o alguna patología que podamos conocer?
—Ambas cosas. Soy lentísimo, escribiendo y viviendo. En cuanto a la patología, podríamos referirnos a ella como autocrítica. No he llamado a la puerta antes porque no tenía nada que ofrecer que me gustara, al menos en el terreno de la literatura para adultos.

Esa tierra de la despoblación y de la desolación que retrata su novela, ¿busca convertirse en metáfora de alguna tierra real?
—Sí, pero no estrictamente. El territorio de la novela está inspirado en el mundo real. El castillo, el olivar o el pueblo abandonado, existen de verdad, pero solo los reconocerán como reales aquellos lectores que vivan en esa zona. Para el resto de lectores, la mayoría, el territorio conserva toda su carga metafórica. La sequedad y la planicie como representación de la dimensión mezquina y aburrida de la existencia.

Su novela no está dividida formalmente en varias partes, pero tiene dos muy distintas: en la primera, la acción discurre con lentitud, no parece que pase nada. Es a partir de la mitad, más o menos, que todo cambia y atrapa de verdad al lector. ¿Era consciente, durante la escritura, de que generaría este efecto?
—Mi intención era trazar una línea ascendente, pero lo cierto es que, durante la escritura, al menos en mi caso, estás tan cerca de lo que haces que no ves bien el conjunto. Cuando terminé la novela, la dejé reposar durante unas semanas para poder leerla íntegra con cierta frescura mental. Ahí fue cuando percibí nítidamente las aceleraciones del texto.

El niño de su relato es casi un personaje épico. ¿Qué tal se lleva usted con la épica?
—Me llevo bien, pero a mi manera. Salvo casos excepcionales, no me siento identificado con el ratamiento que la literatura, o el cine, han hecho de eso que llamamos épica. Seguramente, por diferencias a la hora de decidir aquello que es heroico. Dice Baudelaire que la tarea del héroe consiste en buscar lo nuevo braceando en las profundidades de lo desconocido. Ese podría ser el esquema tradicional. El concepto de lo heroico que me interesa, es una versión modificada del pensamiento de Baudelaire. El héroe que busca lo nuevo pero braceando en la superficie de lo conocido. La persona que, sin salir de su casa, se mira y se transforma. ¿Existe algo más heroico que vencer las propias resistencias?

El libro ha estado —está aún— en las listas de más vendidos durante semanas, ha sido traducido a un buen número de lenguas. ¿Ha tenido que tomar usted algo especial para hacer la digestión de un éxito tan monumental?
—Sinceramente, no tengo conciencia de estar teniendo un éxito monumental. Me siento como el amigo que no puede beber porque tiene que conducir. Me encuentro en medio de una gran fiesta profesional, pero me cuesta perder la cabeza.

¿Tiene originales en el cajón?
—No sé si tengo esos originales en un cajón o en una sepultura. Donde sea que estén, hay tres novelas: dos infantiles y una para adultos. También varias colecciones de relatos y algunas cosas más.

Supongo que sus editores querrán que les libre algo antes de que pasen otros 20 años. ¿Lo hará?
—Eso, no lo puedo asegurar.