viernes, 4 de noviembre de 2011

Jesús Marchamalo: «Las bibliotecas ordenadas son la excepción»

Texto y fotos de Care Santos

Cuando le pregunto a Jesús Marchamalo si encontró reticencias en alguno de los veinte autores cuyas bibliotecas inspeccionó para escribir Donde se guardan los libros, es tajante: «No más de la que estás encontrando tú». Cuando, apenas un par de días antes, hablé con él para fijar la hora de la visita y la entrevista, repuso, risueño: «Tengo dos bibliotecas, pero prometo no ordenar ninguna de las dos».

Comenzamos por la de su casa. En el salón, todo tiene un aire libresco, incluso lo que en apariencia no guarda relación con los libros. Los cuadros de las paredes son originales de viejas cubiertas —incluso de novelas rosa— y hay retratos de escritores acechando en todas partes. Kafka y Pessoa, omnipresentes.

También hay colecciones: de cajitas de hojalata, de sombreros, de gorras militares, de soldaditos de plomo. Le pregunto cómo se las apañan para vivir cuatro personas (sus dos hijos tienen 17 y 9 años), tantos libros y todos esos objetos en una casa de poco más de cien metros cuadrados y Jesús Marchamalo afirma, con aplastante naturalidad:  «Siendo tranquilos con las convivencias».
En un amplio rincón, con vistas a la exuberante vegetación de un patio vecinal del barrio madrileño de Salamanca, apostado frente a unos anaqueles azules que algo tienen de infancia perdida o de hora de estudio de marino retirado, un ordenador portátil, algunos diccionarios —«¡me encantan los diccionarios!», se entusiasma— ciertas necesidades inexplicables del alma, de esas que todos tenemos: dos retratos de Robert Walser, por ejemplo, con paraguas y abrigo, paseando, como él quiere verle, o dos pedazos del empedrado de Lisboa, tan idénticos y singulares que parecen hechos a medida,. También está ahí, muy a mano, el retrato que el año pasado le hizo Pablo Gallo y que le gusta, confiesa «porque en él tengo más pelo y menos años». Siempre hay un hueco para la coquetería.

Ésta es una biblioteca de adulto. Sus libros de niño —Enid Blyton, las colecciones Libro Amigo Historias Selección, ambas de Bruguera— quedaron olvidadas en casa de su madre. Lo más antiguo que hay aquí, me explica, es un ejemplar de Cien años de soledad que recuerda haber leído a los 19 años. ¿Dónde está? «En la G», asegura él, aunque pronto compruebo que el orden alfabético de Jesús Marchamalo es un poco excéntrico: Aub ocupa el extremo superior izquierdo de la librería, seguido más o menos de los esperables. Tras la G irrumpe, sin embargo, Mendoza, de quien me enseña una primera edición, con un aire bastante kitsh, de El misterio de la cripta embrujada. También hay más de lo que se ve, porque tras las hileras se agazapan otros volúmenes, aunque dispuestos en perpendicular, con la contracubierta contra la pared. Qué cosas. Más allá, libros de Editorial Planeta de los años 90, ordenados por editorial porque «quedan muy bonitos todos juntos» dice. También los de Siruela siguen este criterio, y los de Anagrama —Vila-Matas, Martínez de Pisón, Marías (antes de su emigración a Alfaguara, claro. La verdad es que ahora no sé qué hace con él) Kennedy Toole...— y muy cerca, algunos soldados de plomo, un fúnebre coche negro de juguete y un ejemplar de cada uno de propios libros, aquellos que, además de tener, ha escrito.

En las alturas, poco accesibles, algunas biografías de los escritores, como si de sus vidas fuera mejor despreocuparse. Bajo la mesa, junto al sillón de leer, los de lingüística. En un anaquel a trasmano, algunos clásicos de Editorial Gredos, en tapa dura y con su envoltorio de plástico sin abrir —Cuentos de Wilde, El especialista, de Diderot...—: «un regalo», cuenta. Y en el suelo, perfectamente alineados y apoyados contra la pared, los que esperan una lectura inmediata. «Todo esto es para entorpecer la tarea de los inspectores», bromea, mientras va de un lado a otro del mapa libresco, mostrándome más de lo que puedo anotar o asimilar. Parece feliz. Los libros son criaturas de las que se puede presumir. sin que nos den discgustos. Aunque a veces también tienen sus rarezas. Le pregunto por qué Ébano, de Kapuscinsky está en mitad del pasillo junto a algunas viejas cintas de VHS, se encoge de hombros y responde: «Hay ciertos libros que, no sabes por qué, acaban en algún lugar y luego no hay modo de moverlos de allí».

Jesús Marchamalo insiste en que la suya es una biblioteca «de lector «No tengo libros caros, ni estoy dispuesto a gastarme fortunas en un libro»:». Sin embargo, a medida que la conversación avanza, reconoce que tiene libros «de leer» junto a libros «de tener». Estos últimos están distinguidos de los demás por un delicado forro protector de papel traslúcido. ¿Para conservarlos? No. «Para distinguirlos. Mis hijos saben que los libros con forro de papel son los que deben conservar cuando me muera porque valen algo».
Así, poco a poco, van aflorando maravillas: una traducición de Juan Ramón Jiménez y Zenobia Camprubí firmada por el mismísimo Tagore; una primera edición de Neruda con la dedicatoria —en tinta verde— del autor chileno; un ejemplar de Olivo del camino firmado por Antonio Machado sólo com el apellido discretamente rubricado; otro ejemplar firmado por Onetti; las tres primeras ediciones de Cántico, de Jorge Guillén, la primera de ellas dedicada; la primera edición de Paradiso, de Lezama Lima; otra primera de Veinte poemas para ser leídos en el tranvía de Oliverio Girondo... y así podríamos continuar.  Y tras cada libro, su historia: «La primera de Cántico se la pedí a Abelardo Linares como anticipo por Las bibliotecas perdidas. Y la segunda, en concepto de derechos. Le dije: 'Ahora no podemos cometer la ordinariez de que me pagues, ¿no crees?». La firma de Machado, en cambio, fue en pago del pregón inaugural del Salón del Libro  Antiguo de 2009. Alguien le dijo lo que sueña todo coleccionista de libros —se le iluminan los ojos al recordarlo—: «Llévate lo que quieras».
También hay libros jóvenes con su propia anécdota, como El Club Dumas, de Pérez Reverte, en primera edición de Alfaguara de 1994:  «Cuando le pedí a Pérez Reverte que me lo dedicara, me lo quiso comprar, porque esta edición ahora vale una pasta. Por supuesto, no se lo vendí».
Algo parecido ocurre cuando, ya en su despacho —la segunda biblioteca, diría que más poblada que la primera y también más caótica, más por hacer— me enseña el anaquel donde conserva los libros dedicados. «Sólo dos veces en mi vida he ejercido de fan de un escritor. Con Kapuscinsky, a quien le mandé un ejemplar para que me lo dedicara, y lo hizo. Y con Amin Maalouf, a quien perseguí por la calle. Le asusté, claro, debió de pensar que era un loco».

Como buen ser obsesionado (lo dijo Luis Mateo Díez, yo sólo le parafraseo) Marchamalo tiene sus excentricidades. No hay límite a la entrada de libros en su biblioteca, pero los nuevos tienen que aguardar su turno apilados junto a las paredes, hasta que ocupan su lugar, como si el orden fuera un derecho que sólo se adquiere con el tiempo. Subraya, pero poco y a lápiz, y sólo los libros de trabajo. Los marca todos con su propio exlibris, que es diferente cada año y que cada doce meses encarga a un artista distinto. Estos días anda ya está pensando a quién le encargará el próximo, con el que habrá de marcar las adquisiciones del 2012.
También hay cuarto de atrás. En el de su despacho duermen las docenas de biografías de autores que utilizó para sus 44 escritores de la literatura universal (Siruela, 2009). «En todas las bibliotecas, por ordenadas que estén, hay un rincón para el desorden: una pila, una pirámide, un montón de libros», explica, y no parece una justificación.Visto así, sus pilas en la rebotica no son nada.
Le pregunto, de todos los autores que ha entrevistado, cuál es el más desordenado. Elegante, preferiría no contestar. «Las bibliotecas ordenadas son la excepción», observa, amablemente esquivo. Pruebo a cambiar la formulación de la pregunta, a ver si no se da cuenta. ¿Y el más ordenado? No duda: «Vargas Llosa», pero enseguida añade: «Aunque no tiene mérito, porque tiene quien le ordena los libros». ¿Y alguien que necesite urgentemente a los bibliotecarios de Vargas Llosa?». Ríe antes de decir: «Yo, sin duda». He aquí un caballero con libros.

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